La relación con nuestro cuerpo

La relación con nuestro cuerpo es en realidad una relación con nosotros mismos. Sin embargo, como que nos identificamos con el río de pensamientos conscientes que se suelen sentir en la cabeza -como si nuestro yo estuviera detrás de los ojos- parece que una cosa es el YO, y otra es NUESTRO CUERPO.

El cuerpo es nuestro yo más profundo y el primero que aparece en nuestro desarrollo. 


A partir de los movimientos y nuestras funciones corporales y de la relación que con ellos tengan nuestros cuidadores, construimos una imagen mental inconsciente de integración corporal, donde las sensaciones internas, movimientos y el contacto que tienen nuestros padres con nuestra piel, nos da un límite de lo que está dentro y lo que está fuera, y de los límites de nuestro yo. Tenemos una memoria inconsciente de nuestro cuerpo que es lo que nos permite caminar, subir escaleras, guardar el equilibrio y apartarnos en la calle cuando estamos a punto de chocar con alguien sin tener que pensar en nada de todo eso.

Sin embargo, la mirada del otro (y aquí juega un papel principal los padres y los mandatos y juicios sociales), nos da una imagen corporal. Cuando decimos YO tenemos una sensación corporal, pero también pensamos en nosotros con un determinado cuerpo sobre el que influyen unos juicios de valor, estéticos y hasta morales. Es aquí donde empezamos a sentirnos integrados o desintegrados (me valoro como soy o no me valoro por cómo es mi cuerpo). En el caso de no valorarse, empieza la guerra entre yo y mi cuerpo, como si fuéramos dos países separados donde pueden librarse muchas luchas.

En realidad, la guerra se establece entre lo que creo que soy yo en función de la mirada del otro, que tengo interiorizada como si fuera mía. Yo me rechazo por mi forma corporal, pero en realidad es porque me han dicho que estoy gorda, soy feo o fea, o no me adapto a los modelos que los demás imponen como los adecuados. Estos juicios de valor incluyen hasta supuestos criterios científico-médicos, como cuando se dice “la obesidad es una enfermedad” y se juzga la salud por el peso sin mediar si en realidad la persona conserva su salud o no (se iguala la obesidad a colesterol o diabetes, y quizá no sea así nunca en esa persona), o si tiene la situación económica necesaria para poder comprar fruta y verdura (como dato interesante es que además de que hay variaciones étnicas en la forma del peso y la acumulación de grasa corporal, la obesidad forma parte de la pobreza tanto como la tuberculosis o la mayor incidencia de problemas de salud mental).

Esta guerra entre yo y mi cuerpo adopta muchas formas: dietas interminables, evitación de ir a piscinas o playas, obsesión por la estética y la cirugía, no mostrarse en fotos sin filtros y, finalmente, en baja autoestima, inseguridad y problemas de alimentación. Cuando hablamos de trastornos de alimentación, siempre pensamos en la anorexia (que es mucho más común en mujeres que en hombres), pero los gimnasios están llenos de vigoréxicos (que pasan por ser muy sanos porque hacen ejercicio y se preocupan por la dieta), y muchísimas personas que pasan la vida haciendo dietas y que pierden la capacidad de disfrutar de comer. Comer se convierte en una fuente de alegría si se limita o de autodenigración si se come lo que no se debe. Lo que pocos médicos dicen es que, si haces dietas hipocalóricas, tu cuerpo y tu cerebro se adaptan a ello como si estuviéramos en una época de hambruna, y que el metabolismo se enlentece y el cerebro se obsesiona con el dulce y los hidratos de carbono.

Nuestro cuerpo no debería medirse por parámetros sociales cambiantes. Las tres Gracias de Rubens eran bellas en su época, pero ahora serían tres obesas. Tampoco por la forma que tiene. Los profesionales de la salud y la salud mental no deberíamos hablar de peso ni de forma, sino de autoaceptación y autocuidado. ¿No quererse nunca, puede ser saludable?.

Ana Cortiñas
Psicóloga General Sanitaria
Especialista en apego, trauma y parentalidad



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