La complejidad de las emociones

Nacemos con emociones básicas y que coinciden con muchos mamíferos. 

Nacemos con miedo, enfado, placer y alegría, aunque la forma de expresión al principio de la vida es simple.

Estas emociones tienen la función de comunicar los estados internos que tenemos. Si lloramos, comunicamos que no nos sentimos bien a los que nos cuidan y están con nosotros. 



Pero a medida que los seres humanos crecen en la familia (cualquiera que sea la forma que adopta esta familia) se van moldeando las formas de expresión no verbal y, más tarde verbal. 

En el caso de los humanos, además, al ser una especie social más adelante aparecerán emociones más complejas que tienen que ver con la vida en sociedad. Así, entre los dos y tres años surgen las emociones como son la vergüenza y la culpa. Ambas tienen que ver con seguir las normas sociales y no hacer daño a los demás. La culpa tiene que ver con el reconocimiento de haber hecho algo mal, y la vergüenza tiene que ver con el reconocimiento de que los demás se han dado cuenta, o pueden darse cuenta de algo que es erróneo en nosotros mismos. Y por eso mismo de que estas emociones son sociales, tanto la vergüenza como la culpa pueden ser utilizadas por los demás como forma de manipulación y coerción (a veces justificado como educación). 

Para complicar aún más las cosas en el tema de las emociones, nacemos con poca capacidad para manejarlas. Todas las emociones implican al sistema nervioso, que puede activarse a niveles que son poco tolerables. Al nacer, nuestra madre o padre (figura de apego) nos tienen que ayudar a regularnos. Nos tienen que calmar cuando estamos muy excitados y esa función pueden hacerla bien o mal. Cuando la hacen mal, lo único que nuestro cerebro sabe hacer es desconectarse. 

Ante esto, el paisaje emocional de las personas puede ser muy complejo. Si se ha tenido suerte con las figuras de apego, los niños crecen pudiendo sentir y expresar todo el rango de emociones y sentimientos de una forma regulada y tolerable. Pero si éste no ha sido el caso, puede haber personas que han aprendido a tolerar y expresar el miedo, pero no la rabia; o la rabia pero no el miedo y la vulnerabilidad. La tristeza pero no la ansiedad, o todas las múltiples combinaciones. Al ser las emociones un modo de comunicación, también podemos aprender a instrumentalizarlas. Por ejemplo, un niño podría aprender que no es tenido en cuenta si se siente mal o triste, pero sí que responden a la rabia. De este modo, a partir de este aprendizaje, si este niño que después será adulto, sacará más probablemente la rabia porque es cómo aprendió a que le hicieran caso. 

Aprendemos procedimientos de relacionarnos con nuestras propias emociones y la de los demás. Si no podemos tolerar la rabia, quizá mostremos un falso afecto positivo para no expresarla. Si no podemos tolerar la tristeza, nos enfadamos con nuestra tristeza y con la de los demás. Por eso, a veces tenemos problemas de comunicación con nosotros mismos y las otras personas, porque ante emociones que no toleramos, no sabemos mantener la comunicación ni la conexión con las necesidades profundas y los deseos primarios, ni nuestros, ni los ajenos. 

Ir a una terapia tiene mucho que ver con la educación emocional. La terapia consiste en que nos pongamos en contacto con lo que sentimos en profundidad, que sepamos ver lo que hay en el fondo de nuestros sentimientos y que aprendamos a tolerarlos y regularnos si es que no aprendimos a hacerlo. 

¿Y por qué darle tanta importancia a lo que sentimos? ¿No sería mejor basar la vida en la razón? 

Este será un tema para una próxima entrada del blog.

Ana Cortiñas
Psicóloga General Sanitaria
Psicoterapeuta

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