La agresividad

Hay impulsos humanos que se han identificado como la causa de muchos males. 

La envidia, y la agresividad son impulsos y sentimientos que están en la fuente de la maldad, o así ha sido escrito por muchos autores a lo largo de los tiempos, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial en la que el Holocausto puso en evidencia lo peor de nuestra especie.

Pero si la agresividad es tan mala, ¿por qué tenemos este impulso? ¿no puede ser que cumpla un papel en nuestra supervivencia? ¿cuándo se convierte en un impulso autodestructivo para el ser humano?

La agresividad es una defensa animal que se pone en marcha cuando nos sentimos en peligro. Nos hace atacar o huir -si no queda más remedio- cuando nuestra integridad física o nuestro territorio (nuestras fronteras) peligran; en algunas ocasiones, si no podemos ni atacar ni huir, entonces nos bloquea y nos quedamos paralizados. Sin embargo, las personas no solo nos identificamos por el cuerpo. También nos identificamos con nuestra identidad. Por eso, aunque otra persona no nos vaya a matar, nos puede decir algo que nos haga sentir mal, como cuando alguien nos falta al respeto o nos insulta. El enfado entonces nos indica que hay otros que no nos respetan, que no admiten nuestros límites y nuestras fronteras, o directamente no respetan nuestra integridad psicológica y nos desprecian.

La ira en todas sus intensidades es una señal que nos dice que nos pueden estar quitando algo: la vida, la integridad psicológica, nuestro espacio y fronteras, nuestra intimidad, nuestros deseos, o las personas que amamos. Desde la molestia, hasta la cólera y la furia se nos pueden disparar según el daño que interpretamos que nos hacen o el grado de frustración que sentimos.

En los niños esta emoción aparece pronto en la vida. Frustrar a un niño en el juego, o decir que no puede hacer o no puede tener algo que desea, le frustra y le enrabieta. Los niños no tienen recursos para valorar si más tarde volverán a tener ese juguete, o volver al parque, o que mañana podrán comer más de eso que les gusta. Es tarea de los padres y los adultos el ayudar a los niños a controlar y comprender esta emoción tan intensa. Son los adultos los que pueden consolar, hacerles comprender, dar palabra a lo que sienten. De esta forma, los niños van aprendiendo poco a poco a regular su enfado y aprenden a discriminar cuando algo realmente es una pérdida o es solo un aplazamiento para conseguir lo que desean.

Sin embargo, hay padres que lo que hacen es castigar a los niños cuando se enfadan. A veces les castigan con la frialdad o el aislamiento, dejando que los niños lloren y se queden solos con una emoción que les sobrepasa. Incluso otras veces se les castiga con la incoherencia del enfado parental, llegando a insultarles o pegarles. En este caso, los/as niños/as no aprenden a regular la emoción, sino que la inhiben y la guardan en un rincón de la mente con toda la intensidad con la que la siente un infante, sin modular ni discriminar. Por otra parte, al no ser comprendidos ni tratados con empatía, no desarrollan esta capacidad tan importante del ser humano para poder valorar el grado de importancia de las cosas. Tampoco aprenden, por tanto, a comprender al otro, ni a ver a las otras personas como seres humanos, sino como peligros de que les roben o les quiten lo que ellos consideran suyo.

La agresividad, un impulso humano natural y con una función muy concreta, sin ser regulada por unos padres comprensivos y empáticos, se convierte en inhibición crónica (como las personas que se dejan pisotear por miedo a las consecuencias, que no saben decir que no y siempre complacen al otro) o en violencia. Las personas violentas no comprenden y no discriminan el verdadero peligro y reaccionan de forma desproporcionada. Así atacan al diferente, o controlan a la pareja por miedo a ser abandonados, llegando incluso a matarla. O no valoran la situación social y tienen miedo de los demás que no son como él.

¿Qué falla entonces en el ser humano? La regulación emocional en la infancia. 

Desde ese punto de vista, la inversión en el cuidado de la primera infancia es sumamente importante. Cuanto más comprendamos al otro, y cuánto más sepamos expresar con palabras lo que sentimos, menos violencia ejerceremos sobre los demás. Podremos entender mejor el comportamiento del otro y, por tanto, defender nuestra postura discriminando si hay verdadero peligro, o si tenemos solo que ajustar una situación y llegar a un acuerdo.

Ana Cortiñas
Psicóloga General Sanitaria
Psicoterapeuta

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